Justo homenaje ha recibido Holdërlin con este artículo, no sólo por su contenido, sino también por las poesías que lo enmarcan, tanto la del poeta nicaragüense que la precede como la del aedo feacio que la remata. Precisamente Holdërlin, quien entendía a los poetas como vasos sagrados donde se conservaba el vino de la vida y el espíritu de los héroes, se refería a la poesía como forma vital de expresión. Después de haber padecido el rigor luterano de las universidades de Jena y de Tubinga -donde estudió a Fichte y conoció a Hegel- buscó otra forma de aprehender al ser que no fuera el dogmatismo de la teología ni la aridez de la filosofía de Fichte. Y encontró la poesía.
Siempre me he preguntado si el verso de Rubén Darío que recuerda Demódoco -"pero tu carne es pan, tu sangre vino"- no remitiría conscientemente a la poesía Pan y vino del poeta germano. Nueve -como los coros angélicos, como los días que Odín permaneció aferrado al árbol de la creación para escuchar los misterios y transmitirlos a los hombres- son las estrofas de esta elegía. Su extensión impide transcribirla, pero dejaré unas breves palabras, exiguas para el comentario que el poema amerita, pero suficientes para despertar interés en su lectura.
La elegía comienza con una descripción del crepúsculo y de sus actividades características: las antorchas de las calles comienzan a encenderse, la gente regresa a sus hogares y las faenas humanas se adormecen. Pero inmediatamente el poeta nos introduce en el verdadero sentido de la noche, que adopta, de este modo, una connotación distinta: ya no es el final del día, sino el reino del poeta; la noche es "brillante y misteriosa, forastera en medio de los hombres" que no la comprenden, que prefieren la luz del día, lo racional y comprensible a la noche y al misterio. Esta perspectiva se opone a la tradición occidental, en la cual toda referencia a la vida, a lo que es y a la verdad alude a la semántica de la luz: Hesíodo, todavía en los umbrales del mito, había hecho surgir del Caos a Geo, Eros, Tártaro, Erebo y a la Negra Noche. A partir de ésta, a sus contrarios; el divino Éter y la Claridad del día; en el Evangelio de san Juan, Cristo es la luz del mundo, y el mismo lenguaje da cuenta de esta realidad: decimos "sacar a la luz" cuando queremos expresar que algo ha sido develado. Hacia la misma época en la que se escribió este poema, Friedrich Schlegel fundó, junto con su hermano Augusto, la revista Athenaum, órgano de difusión del movimiento romántico, donde Novalis publicó la primera versión en prosa -la segunda sería en versos libres no rimados- de sus Himnos a la noche. También arremete contra los diurnos, aquellos condenados a disfrutar lo efímero de lo temporal, mientras los nocturnos pueden penetrar en el misterio infinito. Los diurnos, para ambos poetas, son aquellos que carecen de interioridad, de aquella parte del alma que se conmueve cuando nos sentimos sobrecogidos por experiencias como el amor, la piedad, la emoción artística, la contemplación o el asombro. El concepto antitético es el de "diversión", que etimológicamente significa "verterse hacia fuera". En este sentido advertía san Agustín: "Nollis foras ille" (no vayas afuera).
Otro aspecto recurrente es la referencia a Grecia. De hecho, la poesía está dedicada a Heinze, un amigo que había escrito una composición titulada Conversaciones sobre los griegos, y se encuentra transida de toponímicos que remiten constantemente a la Hélade. Grecia es el paraíso perdido, la tierra sagrada contrapuesta al mundo sin dioses de Holdërlin. "Pero ¿dónde están los tronos? ¿Dónde los templos y las copas llenas de néctar? ¿Y los himnos compuestos para agradar a los dioses? ¿Dónde brillan los oráculos de lejanos efectos? ¿Dónde resuena la gran voz del destino?" Estas preguntas, que recuerdan al ubi sunt medieval, denuncian la secularización del mundo contemporáneo al poeta y la pérdida del sentido religioso de la existencia. Con esto no me refiero a la evidente indiferencia y apostasía de la fe cristiana, sino a algo más elemental: la disminución del valor religioso inmediato de la existencia. El mundo, convertido en una entidad calculable, pierde su acento metafísico y su misterio. El misterio revelado, cuya intrínseca evidencia escapa por naturaleza a la comprensión humana, es descartado como algo imposible.
En este contexto, se produce el olvido de la integridad del hombre, mezcla de lo humano y lo divino, como lo concebía Holdërlin; por el contrario, sólo se tiene en cuenta su dimensión perceptivo-empírica y se olvida la trascendente o espiritual que lo confiere dignidad. A este "hombre no humano", al decir de Romano Guardini, le corresponde una cosmovisión del mundo que lo rodea: la naturaleza, que para el hombre pre-moderno poseía una significación que sobrepasaba la mera experiencia, ya sea porque estaba llena de poderes divinos, -en el caso del hombre primitivo- ya sea porque era una teofanía, la manifestación de Dios -para el hombre medieval- es vista como un dato empírico que puede ser captado objetiva y racionalmente.
"¿Para qué poetas en tiempos indigentes?", se pregunta Holdërlin. "Llegamos demasiado tarde", se lamenta al contemplar ese mundo sin misterios ni arcanos. "¡Salgamos a lo abierto!", suplica a sus contemporáneos, a buscar ese Paraíso perdido, esa totalidad que es el hombre. Holdërlin concibe al poeta como un sacerdote, porque su misión es precisamente acercar al hombre a lo sagrado, ayudar a los diurnos a aprehender lo divino y volver a la totalidad. Independientemente de los temas que aborde, su función será siempre religiosa: religar al hombre con el misterio, dar respuesta a esa nostalgia sin nombre que se agita y se revuelve en el alma de los hombres de todos los tiempos. "Sin duda los dioses aún viven, pero encima de nuestras cabezas, en otro mundo". Los dioses no han muerto, sólo se ha adormecido nuestra capacidad de adorarlos. Alguien ha dicho alguna vez -y aunque Ausente, no lo hemos olvidado- que sólo los poetas mueven a los pueblos. Desde su misma Patria, otro poeta también nos recuerda:
"No desdeñéis la palabra,
el mundo es ruidoso y mudo;
poetas, sólo Dios habla".
Dido, desde Cartago
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