jueves, 23 de agosto de 2007

Alla Sera - Foscolo

ALLA SERA (Ugo Fóscolo)




Forse perché della fatal quiete,


Tu sei l’immago a me si cara vieni,


O sera! E quando ti corteggian liete


Le nubi estive e i zeffiri sereni,



E quando dal nevoso aere inquiete


Tenebre e lunghe all universo meni,


Sempre scendi invocata, e le secrete


Vie del mio cor suavemente tiene.



Vagar mi fai co’ miei pansier su l’orme


Che vanno al nulla eterno; e intanto fugge


Questo reo tempo, e van con lui le torme



Delle cure onde meco egli si strugge,


E mentre io guardo la tua pace, dorme


Quello spirto guerrier ch’entro mi rugge.




Quizá porque tú la imagen eres


De la fatal quietud, tan querida a mí vienes,


O Noche! Sea cuando te cortejan alegres,


Los límpidos céfiros y las nubes estivales.



Sea cuando del nevoso aire inquietas


Y largas tinieblas al universo conduces,


Invocada siempre desciendes, y las secretas


Vías de mi corazón suavemente retienes.



Vagar me haces con mis pensamientos sobre las huellas


Que a la nada eterna se dirigen; y mientras tanto huye


Este malvado tiempo, y van con él las tormentas



De mis pesares, donde conmigo él se consume


Y mientras contemplo tu paz, se adormece


Aquel espíritu guerrero que dentro de mí ruge. 



Tal vez presintiendo mi debilidad por el romanticismo y después de haber constatado mi predilección por la noche y sus poetas, Demódoco me ha obsequiado su traducción del poema “Alla sera”, de Ugo Fóscolo. Encontré otro libro de este autor, Las últimas cartas de Jacobo Ortis, dispuesto en mi biblioteca junto a Werther de Goethe. No recuerdo si este sitio responde a la evidente intertextualidad o si, lejos de Gérard Genette y sus conceptos, ha sido el desorden habitual de mi cuarto el que ha reunido, en un mismo estante, los aciagos destinos de sus protagonistas. De todos modos, la obra de Goethe, aparecida en 1774, tuvo una influencia decisiva en la de Fóscolo, editada veinticuatro años después.


Así lo sugieren varios elementos que se perciben semejantes. En primer lugar, la trama, que podría sintetizarse así: un joven (Werther / Lorenzo) emprende un viaje, entabla amistad con un hombre (señor … / señor T… ) y se enamora de su hija (Carlota / Teresa) ya comprometida con otro pretendiente (Alberto / Odoacro); comparte sus sentimientos más íntimos a través de distintas epístolas dirigidas a su amigo (Guillermo / Lorenzo), que no sólo organiza cronológicamente las cartas, sino que también constituye otra voz narrativa, especialmente hacia el final del libro; finalmente el protagonista, desesperado, pone fin a su vida a través del suicidio. En segundo lugar, ambas obras presentan dos de los rasgos más característicos del romanticismo, aunque es preciso destacar que, a diferencia de la obra de Fóscolo, Werther no se inscribe estrictamente en este movimiento. En rigor, pertenece al Sturm und Drang, movimiento prerromántico alemán que se extendió en Alemania entre los años 1766 y 1784, aproximadamente. El primero de los rasgos románticos es la identificación del poeta con la naturaleza, donde proyecta su estado anímico. De este modo, será acogedora o terrible, de acuerdo a los sentimientos de quien la contempla: después de besar a Teresa, Lorenzo exclama:



“Todas las cosas me parecen más bellas: el lamento de los pájaros y el musitar de los céfiros en las frondas hoy son más suaves que nunca; las plantas se fecundan, las flores toman color bajo mis pies; no evito a los hombres y me parece que la Naturaleza me pertenece”.


Por el contrario, diez días antes de su muerte, invoca a la naturaleza y exclama:


“¡Resplandece, vamos, resplandece, oh Naturaleza! (…). Conozco toda tu belleza y te he adorado, y me he alimentado de tu alegría; y mientras te vi bella y benéfica, me dijiste con voz divina: Vive. Pero en mi desesperación te ve con las manos goteando sangre, y la fragancia de tus flores me impregnó de venenos. Tus frutos son amargos. Me pareciste devoradora de tus hijos, atrayéndolos al dolor con tu belleza y tus dones”.


Del mismo modo, en la obra de Goethe, la naturaleza idílica se asocia al mundo homérico que le sugieren a Werther sus lecturas:


“la soledad de este paraíso terrenal es un precioso bálsamo para mi alma, y esta estación en que todo renace consuela por completo mi corazón (…). Sólo echaba de menos un canto que me arrullase, y he encontrado en mi Homero más de lo que buscaba”


y se vuelve  tormentosa y trágica hacia el final:


“Ossian ha desbancado a Homero en mi espíritu. ¡A qué mundo nos transportan los sublimes cantos de aquel poeta! Cuando en aquel desierto contemplo al bardo encanecido por los años, que busca las huellas de sus padres y sólo encuentra sus sepulcros, y sollozando, vuelve la vista hacia la estrella de la tarde, medio escondida entre el oleaje de un mar tempestuoso”.


En ambas obras se exaltan las facultades anímicas del hombre –sentimientos, presentimientos, sueños, instintos– y predomina la pasión sobre la razón. Esta preeminencia del sentimiento no sólo se manifiesta en la subjetividad de la narración, propia del género epistolar, sino es que defendida por los propios protagonistas. Jacobo se dirige a su amigo del siguiente modo:


“Nunca supe qué nombre dan ustedes, los cuerdos, a quien sigue los impulsos de su propio corazón (…). Aquellos que creen débiles a los hombres apasionados se parecen al médico que llama loco a un enfermo sólo porque era vencido por la fiebre”.


Y Werther increpa a Alberto con las siguientes palabras:


“¡Oh, hombres de juicio! ¡Pasión! ¡Embriaguez! ¡Demencia! ¡Todo eso es letra muerta para vosotros, impasibles moralistas! Condenáis al borracho y detestáis al loco con la frialdad del que sacrifica, y dais gracias a Dios, como el fariseo, porque no sois ni locos ni borrachos. Más de una vez he estado ebrio; más de una vez me han puesto mis pasiones al borde de la locura, y no lo siento; porque he aprendido que siempre se ha dado el nombre de beodo o insensato a todos los hombres extraordinarios que han hecho algo grande”.


Ambos admiten el suicidio como opción, comparándolo con una enfermedad:


“Si no nos imputa la enfermedad que nos mata —le pregunta Jacobo a la Naturaleza — ¿quieres imputarnos las pasiones que tienen los mismo efectos y el mismo origen, porque provienen de ti y no podrían oprimirnos si no hubieran recibido tu fuerza?”.


 “La naturaleza humana tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto grado, la alegría, la pena, el dolor; si pasa más allá, sucumbe. No se trata de saber si un hombre es débil o fuerte, sino de si puede soportar la extensión de su desgracia, sea moral o física; y me parece tan ridículo decir que un hombre que se suicida es cobarde, como absurdo sería dar el mismo nombre al que muere de una fiebre maligna”, asevera Werther. 


Y si bien aun en los detalles podemos establecer analogías –por ejemplo, Jacobo pide ser enterrado bajo los pinos plantados por su padre, y la última voluntad de Werther es que su cuerpo descanse debajo de los tilos de su infancia– las dos obras presentan una diferencia esencial: el aspecto político, ausente en la obra de Goethe, constituye el elemento principal de Las últimas cartas de Jacobo Ortis.


Este patriotismo responde, en primer lugar, a una motivación biográfica y coyuntural: Ugo Fóscolo vivió la época napoleónica y participó activamente en esta circunstancia histórica. Los elementos autobiográficos abundan en la novela: al igual que Jacobo, Fóscolo es veneciano; nació en Zante, una de las Islas Jónicas que se encontraba, en ese entonces, bajo el dominio de la República de Venecia. La pasión de Jacobo por Teresa, comprometida con el noble Odoardo, pudo haberse inspirado en el sentimiento que Isabel Roncioni, prometida del marqués Pietro Bartolomei, suscitó en el autor, y el suicidio del protagonista de Las últimas cartas de Jacobo Ortis tal vez refleje el del hermano de Fóscolo, quien acabó con su vida en Venecia.


El espíritu democrático de Tiestes, su primera tragedia, suscitó la reprobación del gobierno veneciano y su exilio a las colinas Euganeas, en la República Cispadana , donde también se exilia Jacobo por motivos políticos: su nombre figura entre la lista de los proscriptos y escapó para evitar las primeras persecuciones. Autor y personaje comparten, entonces, la misma situación de exiliado que los conduce a vagar por distintas regiones. Esto se opone radicalmente a los motivos d el viaje de Werther, quien huye del bullicio de la ciudad para descansar en un paisaje idílico. Consecuentemente, al comienzo de la novela de Goethe nos encontramos con un personaje dichoso, que contrasta con la nostalgia del final, mientras que en Las últimas cartas de Jacobo Ortis asistimos a una melancolía constante. Treinta años antes del nacimiento del autor, el Tratato de Aix-la-chapelle había puesto fin a la Guerra de Sucesión Austriaca y dividido el territorio italiano entre Austria, España y Francia. Napoleón se hizo cargo del ejército de Italia en marzo de 1796, y en abril de ese mismo año comenzó la ofensiva contra los ejércitos austrosardos apoyado por los liberales italianos –Fóscolo entre ellos– quienes reconocían en el general francés los ideales de la Revolución Francesa. El poeta compuso una oda, “A Bonaparte, il liberatore”, que refleja las expectativas que Napoleón había suscitado entre los italianos. Tras ocupar numerosas ciudades italianas,marchó sobre Viena a través del paso de Tarbis; ante la inutilidad de la resistencia, el 17 de octubre de 1797 se firmó en Campoformio el tratado homónimo, que selló la paz entre Francia y Austria, y que estableció lo siguiente: Austria debía entregar Bélgica a Francia, y reconocer la formación de dos nuevas repúblicas, vasallas de Francia, al norte de Italia: la Cisalpina y la Ligúrica. En compensación, Austria recibía todos los territorios de Venecia, a excepción de las islas Jónicas, que pasaban a Francia. La decepción por el Tratado de Campoformio se refleja desde las primeras palabras del libro, que comienza con un pasaje claramente político: “Nuestra patria ha sido ya sacrificada y todo está perdido”.


Y aunque el autor participó activamente en la defensa de sus ideas –no sólo con la pluma, sino también con la espada, como voluntario en los cazadores de la caballería de la República Cispadiana , como teniente en la Guardia Nacional contra el ejército austrorruso, y en las batallas de Romaña, Trebbi y Novi– desde el comienzo de la obra nos encontramos con un personaje que asume una actitud pesimista y francamente derrotista ante el desastre que atraviesa su patria. La segunda oración de la primera carta antes citada refleja el estado de ánimo de Jacobo, que permanecerá inmutable hasta el final de su vida:


“Si nos hacen gracia de la vida, podremos emplearla sólo en llorar nuestras desgracias y nuestra infamia”.


Y aunque la desesperación aumenta conforme se suceden las cartas, el sentimiento de impotencia y pasividad es inalterable. Renuncia explícitamente a cualquier acción desde esta primera carta:


“No me preocupa lo que pueda sucederme: ya nada espero de mi patria ni de mí mismo”


y lo mismo sostiene tiempo después desde Milán:


“Dejo el mundo como está, pero si tuviera que ocuparme de él, querría que los hombres cambiasen o que me hiciesen degollar, y esto último me parece lo más fácil”.


No obstante, por sus cartas podemos inferir que esta pasividad no es fruto de la cobardía, sino de la impotencia, e intuimos que no es esta actitud la que ha caracterizado su comportamiento en tiempos pretéritos o la que hubiera optado si hubiera podido elegir:


“En quien siente la pasión política, la fuerza de la voluntad y la impotencia lo hacen interiormente desgraciado, y si no calla, hace el ridículo, como si interpretara el papel de un paladín de novela y de un amante impotente de su propia ciudad. Cuando Catón decidió suicidarse, un pobre patricio llamado Cozio lo imitó: el primera fue admirado, porque antes lo había intentado todo ara no caer en servidumbre; el segundo fue escarnecido, porque su amor a la libertad sólo le dio fuerzas para suicidarse”.


Por esta cita podemos concluir que Jacobo pudo haber tenido una actividad semejante a la de Fóscolo en la prehistoria de la novela; de lo contrario, no condenaría tan vehementemente la pasividad de Cozio.


Las cartas también nos informan acerca de la coyuntura política del momento. Y a pesar de que los personajes y acontecimientos no estén aludidos directamente, a través de los lamentos e invectivas de Jacobo conocemos detalles históricos. Son frecuentes las perífrasis referidas tanto a los franceses y austriacos –“(…) si se hubieran defendido hasta la última gota de sangre, los vencedores [franceses] no habrían podido vencerlos, ni los vencidos [austriacos] habrían osado comprarlos”– como a Napoleón –“mientras tanto, muchos confían en el joven Héroe, nacido de sangre italiana y en un lugar donde se habla nuestra lengua. Ya jamás esperaría, de un alma baja y cruel, algo útil y noble para nosotros. (…) bajo y cruel, no exagero al llamarlo así. ¿Acaso no ha vendido a Venecia con abierta y generosa fiereza? (…) Nació italiano y un día ayudará a su patria: que se lo crea el que quiera; yo respondo y responderé siempre: la naturaleza lo hizo nacer tirano y los tiranos no se ocupan de su patria”–.


            La decadencia se verifica en el olvido de los héroes nacionales, cuyo recuerdo no sólo contrasta con el presente sórdido que atraviesa la patria, sino que en cierto modo atempera, como señala Leopoldo Di Leo, el pesimismo hacia la historia –a la que describe como una floresta de fieras donde se alternan conquistas, violencias y matanzas– y la misantropía manifiesta en varios pasajes de las cartas:


“Con el divino Plutarco podré consolarme de los delitos y las desdichas de la humanidad, fijando la mirada en los pocos hombres ilustres que, como primados del género humano, han sobresalido sobre tanta gente y durante tantos siglos; “vuelve a asustarme aquella terrible verdad que descubrí con horror y que luego me habitué a aceptar con resignación: todos somos enemigos”.


El sentimiento hacia los héroes nacionales es de adoración, y el recuerdo de su pasada grandeza se convierte en una tradición sagrada: visita sus tumbas o los lugares donde vivieron, y cita sus frases para expresar sus propios sentimientos. La carta del 20 de noviembre describe su visita a la casa de Petrarca como una peregrinación: él mismo avanza “reverente” por los “sagrados bosques”, como si fuera un “sacerdote”. La ruina de la casa de Petrarca simboliza el olvido de los héroes nacionales por parte de un presente que contrasta con aquel pasado glorioso.


“La sagrada casa de este sumo italiano se va derrumbando por la irreligión de quien posee semejante tesoro. En vano e incluso desde lejos viene la gente con devota expectativa a buscar la habitación todavía llena de los cantos divinos de Petrarca, porque encuentra un montón de ruinas cubiertas de ortigas y plantas silvestres, donde la zorra tiene su madriguera y llora sobre ellas. ¡Oh Italia, aplaca las sombras de tus grandes!”.


  Jacobo se vale de pasajes de Alfieri y de Dante para comunicar su intención de suicidarse.


“Entonces Jacobo tomó el primer libro, que Odoardo había dejado abierto, hojeó una o dos páginas, luego leyó en voz alta”.


Lo que lee Jacobo corresponde al IV tomo de las tragedias de Alfieri, y toda la cita remite al campo semántico de la muerte: “tinieblas”, “sombra de muerte”, “funesta guirnalda de sangre”, “siniestro pájaros”, “lúgubre llanto”.


El 5 de marzo de 1799 visita la tumba de Dante:


“Sobre tu tumba, ¡oh padre Dante! Abrazándola se ha fortalecido más mi deliberación. ¿Me has visto? Tal vez tú le inspiraste la fuerza a mi razón y a mi sentimiento mientras, arrodillado, con la frente apoyada sobre el mármol de tu tumba, yo meditaba acerca de tu elevado espíritu, tu amor, la ingratitud de tu patria, tu exilio, tu pobreza y tu mente divina”.


Las intertextualidades dantescas son eminentemente políticas: al igual que Jacobo, Dante fue exiliado de su patria –Florencia–. Antes de morir, Jacobo visita a su madre en Venecia y descubre un cuadro pintado por Teresa y acompañado por el siguiente verso de la Divina Comedia : “Libertad querida va buscando”, palabras a las que Jacobo agrega el final del terceto: “como quien por ella rechaza la vida”. Éstas son las palabras que Virgilio pronuncia en el primer canto del Purgatorio para captar la benevolencia de Catón, su custodio: con esta frase, el mantuano le ruega que admita en sus dominios a Dante, quien va buscando la libertad, bien tan valioso como lo sabe quien por ella renunció a la vida. En efecto, Catón de Útica se había suicidado en el 46 a.C., tras la victoria de César en Tapso, para no sobrevivir a la caída de la libertad que este triunfo presagiaba. Esta cita justifica la muerte de Jacobo como una inmolación política.


En Las últimas cartas de Jacobo Ortis el plano amoroso o individual –el amor a Teresa– y el político o social –la lucha por la libertad de su patria– se encuentran íntimamente relacionados.


En primer lugar, la historia de Teresa no sólo se entrelaza con la política a través de hechos anecdóticos que aluden a la coyuntura histórica –el señor T… y sus hijas son exiliados, Odoardo está a favor del Tratado de Campoformio– sino que constituye un microcosmos que refleja la situación histórica imperante. También su madre presenta los rasgos de un exiliado –Teresa no puede recibir sus cartas, está prohibido mencionar su nombre en presencia del padre, se ha exiliado a Padua, donde vive con su hermana, para no ser testigo de la infelicidad de su hija– y la situación familiar recrea, aunque en menor escala, los acontecimientos históricos en los que se hallan inmersos: el señor T… ha prometido a Odoardo la mano de su hija aun sabiendo que ella no lo corresponde,  porque el matrimonio con el noble Odoardo lo preservará de


“las persecuciones y asechanzas de sus enemigos, que lo acusaban de haber deseado la verdadera libertad de su país, delito capital en Italia”.


Al igual que Venecia, Teresa ha sido vendida por un pacto –la promesa otorgada por el señor T… a Odoardo y el posterior matrimonio– y en ambos casos, la posesión del objeto amado es impedida al protagonista desde el comienzo: la primera carta está fechada seis días antes del Tratado de Campoformio, y Jacobo conoce a Teresa cuando ella ya se encuentra comprometida con Odoardo. Asimismo, el acto por el que esto ocurre es descrito en términos expiación y sacrificio. La obra comienza con las siguientes palabras que aluden al Tratado de Campoformio:


“Nuestra patria ha sido ya sacrificada y todo está perdido”,


y de análoga manera describe el matrimonio de Teresa:


“¿Padre cruel! Teresa es sangre de tu sangre. Ese altar es una profanación. La Naturaleza y el Cielo condenan esas promesas. (…) ¡La víctima ya ha sido sacrificada!”; “pero cuando tu padre te haya ofrecido como holocausto de reconciliación sobre el altar de Dios, cuando tu llanto haya devuelto la paz a tu familia, entonces no seré yo sino la desesperación quien habrá de aniquilar a estas pasiones”.


En segundo lugar, la historia amorosa no sólo está estructurada de acuerdo al motivo político, sino que ambos sentimientos se entrelazan en el alma de Jacobo. El amor por Teresa no constituye una evasión para olvidar las desgracias de su patria, sino que la pasión que ésta suscita se ve intensificada cuando encuentra un nuevo objeto hacia el cual tender:


“(…) temes que hoy el amor me domine hasta tal punto que me olvide de ti y de nuestra patria. ¡Oh Lorenzo, hermano mío! (…) ¡Qué poco conoces del corazón humano y de tu propio corazón si crees que el deseo de una patria puede, no digo apagarse, sino atemperarse y ceder a otras pasiones! Al contrario, irrita a las otras pasiones y es irritado por éstas”.


 Tal vez la cita más elocuente de esta relación entre ambas pasiones sea esta nueva intertextualidad dantesca:


“No acuso a la razón de Estado que vende a las naciones como rebaños de ovejas: fue siempre así y siempre lo será; lloro por mi patria, che mi fu tolta, e il modo ancor m`offende”.


En la Divina Comedia , este verso es pronunciado por Francesca para referirse a Paolo, su amante, quien había sido asesinado junto a ella por su esposo. Fóscolo utiliza este verso, originalmente empleado para nombrar a la persona amada, para aludir a su patria.


            Durante un encuentro entre Napoleón y Goethe en 1808, el general francés, que había leído en dos ocasiones la obra del maestro alemán que aquí comentamos, le reveló a su autor que no podía hallar el motivo por el cual Werther se había suicidado. La anécdota refiere que Goethe le respondió: “¿Conoce Usted a alguien que se haya suicidado por una sola causa?”. Dicho esto, sería vano tratar de buscar, como Napoleón, lo que suscitó el suicidio de Wether y Jacobo. No obstante, sí podemos afirmar que, si bien para ambos la muerte representa un camino de libertad, responde a distintos motivos. Trunz sostiene que Werther poseía un ansia religiosa aprisionada en lo infinito, y que su error trágico consistió en buscar lo absoluto en lo finito y la felicidad en lo efímero. En la carta del 22 de mayo, antes de conocer a Carlota, ya alude al suicidio, por lo que éste se vincula con la insatisfacción de lo finito más que con un amor que le es vedado. Werther busca al Absoluto en la naturaleza:  


“cuando el gracioso valle se vela de vapores en torno de mí; cuando el sol de mediodía acaricia la impenetrable sombra de mi bosque y sólo algunos rayos diseminados penetran hasta el fondo del santuario (…); cuando siento, en fin, la presencia del Todopoderoso, que nos ha creado a su imagen, y el soplo del amor sin límites que nos sostiene y nos mece en el seno de una eterna alegría”,


 en el arte:


¡Si yo pudiera expresar todo lo que siento! ¡Si todo lo que dentro de mí se agita con tanto calor, con tanta exhuberancia de vida, pudiera yo reflejarlo sobre el papel, convirtiendo a éste en espejo de mi alma, como mi alma es espejo de Dios!, 


y finalmente en el amor:


Si pudiera un momento, uno solo, estrecharla contra mi corazón, todo este vacío se llenaría,


Pero en lugar de buscar a Dios en la creación y que ésta se convierta en ocasión de encuentro con lo divino, espera alcanzar en ella la plena felicidad que no es posible hallar en este exilio. Finalmente, y a diferencia de quien también se lamentaba,


“Esta vida que yo vivo
es privación de vivir
y así es continuo morir
hasta que viva contigo.
Oye mi Dios lo que digo
que esta vida no la quiero


que muero porque no muero”


no esperó, como el místico, el llamado a la casa del Padre, sino que él mismo puso fin a su viaje:


¡Oh Padre que no conozco! Padre que otras veces has llenado toda mi alma y que ahora te apartas de mí: llámame pronto a tu lado. No guardes silencio más tiempo, porque tu silencio no detendrá mi alma impaciente (…). Heme aquí de regreso, padre mío; no os incomodéis porque haya interrumpido el viaje que me habéis mandado terminar (…). Yo no estaré bien más que donde vos estéis; en vuestra presencia es donde quiero gozar y padecer.


            Jacobo justifica su muerte refiriéndose a la impotencia de sus ideales, pero la libertad a la que alude es más política que mística, y se relaciona más con el anhelo de una patria terrestre que con el de la Patria celestial.


“Si yo no encuentro mi parte de libertad, si los hombres me la han quitado porque son más fuertes, si me castigan porque vuelvo a pedirla, ¿no los libero de sus falaces promesas y de mis impotentes querellas, buscando la solución bajo la tierra”.  


Tampoco encontramos una visión trascendente respecto al ineludible fin humano; por el contrario, las expresiones con las que se refiere a la muerta detentan el más crudo materialismo:


 “me marcharía (…) donde un día u otro vendrán todos a vivir conmigo, y a mezclarse con la materia debajo de la tierra”, “tu amigo caerá, cadáver deforme y abandonado, y no resurgirá más”. “¡Eterno Dios! ¿Existes para nosotros los mortales o eres un padre inhumano para con tus criaturas? Sé que cuando enviaste la Virtud , le diste por guía la Desdicha ”.


Teresa, concebida de acuerdo a los cánones estéticos del amor cortés –Jacobo emplea términos, conceptos y sentimientos religiosos para aludir a la pasión amorosa, y ella es descrita como una “angelical criatura”, “divina muchacha”, “mujer angelical”– constituye el último remedio capaz de otorgarle un sentido a su vida, que lo ha perdido junto con las esperanzas de ver a su patria libre.


“¿Acaso el sólo espectáculo de la belleza basta para adormecer en nosotros, tristes mortales, todos los dolores? Para mí es como un manantial de vida: seguramente único, y acaso fatal”; “de nuevo me exhortas a alejarme de Teresa, y es lo mismo que si me dijeras: abandona aquello que te liga a la vida; temes el mal y me enfrentas con lo peor”; “ella no te ama, y si quisiera amarte, no podría hacerlo. Es verdad, Lorenzo. Pero si aceptara arrancarme el velo de los ojos, debería entregarlos enseguida en el sueño eterno, porque sin esta luz angelical, la vida me aterraría, el mundo me parecería un caos, y noche y desierto la variada Naturaleza”.


Y aunque admite que los argumentos de Lorenzo que lo exhortan a abandonar a Teresa son razonables, y a pesar de que él mismo considera su situación respecto a ella del mismo modo que su amigo, reconoce también que la ilusión que el amor de Teresa ha despertado es lo único que refrena el deseo de libertad que sólo encuentra en el sepulcro.


“No eres tú, querida joven,  la causa de mi muerte. Mis pasiones desesperadas, las desventuras de las personas  más necesarias a mi vida, delitos humanos, la seguridad de mi perpetua esclavitud y del tiempo. Tú, mujer angelical, sólo podías exacerbar mi destino, pero nunca aplacarlo. En ti vi el consuelo de todos mis males y por eso me atreví a cultivar mis ilusiones; como por una irresistible fuerza me has correspondido,  mi corazón creyó que eras eternamente mía. Me  has amado y ahora que te pierdo, ahora llamo a la muerte en mi ayuda”.


            Entre tantas nostalgias, sepulcros y muertes, vuelvo a la traducción de Demódoco. Aquí la noche ha logrado en el poeta lo que Teresa no ha podido, y en la apacible contemplación encuentra la paz.



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